Bajo él, la ciudad sigue su curso: indiferente, luminosa, viva. Arriba, el cielo se incendia en tonos imposibles, como si el horizonte fuera un espejo de su propia calma.

En Naranja Atómico, el caos no se grita, se observa.


El astronauta, figura del desarraigo y la introspección, se convierte en testigo silencioso de un mundo que arde sin darse cuenta. Su serenidad frente al cataclismo revela una verdad incómoda: incluso ante el fin, la belleza persiste.